martes, 23 de febrero de 2016

UN KIOSQUERO CON FANTASÍAS SUICIDAS IV

Me acosté pensando que a la mañana siguiente podría no despertar más. Me desperté con la horrible sensación en el cuerpo de que algún día eso va a pasar. El tiempo que duermo, ni aun si sueño, es incierto.
Despertar sabiendo que alguna vez nunca más voy a despertar. No es la muerte en sí lo que me preocupa, aunque en algún punto sí lo es. Pero es terrible ese momento hueco. Como si el tiempo entre sueño y vigilia fuera un tiempo desencajado, de otra dimensión, de otra realidad, desconectado, un lapsus apagado, un breve momento en el que la luz se apaga y vuelve a encenderse, como esas lámparas que funcionan mal; nadie sabe que pasa en ese brevísimo espacio de tiempo en el cual se baja la persiana de la consciencia. Desde el primer instante que se entra en la región de lo inconsciente. Desentrañar esa milésima porción de tiempo en la cual pasamos de estar despiertos a estar dormidos. De estar vivos a estar muertos. No entiendo qué es estar dormido. Y más raro aún, qué es despertar después. El tiempo que se tarda en reaccionar, en volver de ese letargo que pueden haber sido minutos, horas, días o años. Despertar de mal humor, abrir los ojos y el deseo de seguir durmiendo, volver a taparse, posponer la alarma del despertador, morir en ese sueño de cinco minutos más. Si muero durmiendo voy a estar eternamente, inconscientemente esperando despertar algún día.
Era domingo. Un asado familiar en la casa de los padres de Laura. Cuando entré, vi el espectacular espejo apoyado contra la pared; pensé en lo hermoso que sería verlo caer. Pero tanto cuidado había puesto toda la familia al armarlo, estaba tan prolijamente acomodado, difícil que pasara algo. Y no pasó nada; y a la hora en que la mayoría hace una siesta o, por lo menos, dormita al sol estaba ayudando a los padres de Laura a colgar el espejo en el amplio living. Una ceremoniosa preparación, medición de altura y nivelación. Yo sostenía una punta, Roberto la otra mientras Laura con un clavo y un martillo marcaba la pared donde después había que taladrar. Cecilia, desde la distancia, confirmaba si la altura y el centrado iban bien, ahora mal, ahora bien, mal de nuevo, ahora bien, ahí está, un poco más arriba, ya está, ¿segura?, sí. Bajamos el espejo, Laura me pasó el martillo y fue un segundo apenas un instante en el que con todas mis ganas quise estrellar el martillo contra el espejo y ver mil pedacitos de espejo dibujados en el marco pero no hice nada. Ahora el espejo debe brillar impecable en el espacioso living de los padres de Laura.

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