Todo está en orden, no hay nada fuera de lugar. Salvo
por un detalle que advertís al final de la tarde, cuando por fin te disponés a
descansar esos quince minutos de gloria antes de que lleguen los destructores
de hogar.Las remeras dobladas, como siempre, separadas por color, prioridad de
uso y estado; las de entrecasa, descoloridas, a la vista; las que todavía
pueden usarse y están medianamente presentables, arriba; y las nuevas con ese
aroma puro, y virginal, escondidas debajo de todo. Las camisas planchadas,
dobladas y guardadas en bolsas plásticas transparentes e individuales,
conservando un estado impoluto y la sensación de algo preciado, coleccionable.
Los calzoncillos en su correspondiente cajón, el primero, para recordarles que
el aseo es fundamental en la vida. Las medias en el segundo, blancas de un
lado, color del otro. Los sweaters, todos lavados, por suerte, gracias al
atípico día soleado, fresco y seco que permitió ese milagro en una ciudad tan
adicta a la humedad. Contemplás unos segundos esa obra maestra del orden con satisfacción.
Los pisos ahora resplandecen, brillantes; abrís la puerta de entrada después de
dejar las bolsas de consorcio que ahora esperan al camión de la basura y sentís
el olor a cera impregnado en el aire llenando toda la casa de una pureza
indescriptible. En el baño, el jabón líquido de almendras alegra tus manos,
refresca tu cara el perfume suavizante de la toalla. En la cama, las sábanas
limpias, lisas, casi nuevas te invitan a dejarte caer. Un día más y el trabajo
bien hecho. Y esos quince minutos que se asoman después de una mirada final al
entorno y, realmente, todo está en orden. Pero un movimiento mecánico e
instintivo te lleva a registrar los cajones que se ocultan a la revisión. Notás
que algo falta en el segundo cajón. Es la compañera de una media de color rojo.
En el recorrido mental de los movimientos no encontrás error alguno. Recordás
el momento de poner la ropa a lavar. El momento de sacar la ropa antes de
colgarla en el tender. Tu mente guía los pasos pero nada, un vacío. Olor a
desinfectantes, lavandina, suavizante y ropa blanca, de un blanco que ciega.
Quizás la confusión de la limpieza: lavar platos, barrer pisos, tirar basura,
planchar, doblar, guardar, en fin, todo eso te llevó a un error y la media roja
terminó en la bolsa de consorcio. Pudo haber sido un gato, pensás, de esos que
merodean en la terraza. Como sea pero no saber te desespera. La angustia,
sentir la falta. Revolvés el primer cajón, quizás se confundió con el
calzoncillo rojo a rayas negras. Sacás el cajón de las medias y todo lo que hay
adentro, para revisarlo mejor. Sacás el primer cajón, el mismo procedimiento.
Descolgás los abrigos, porque tal vez cayó en el piso del placard. Te acordás
que hoy, viernes, cambiaste las sábanas, seguramente quedó atrapada
entre ellas. Deshacés la cama pero no está. Las sábanas en el piso. Levantás el
colchón, pero nada. Revisás debajo de la cama, de la cómoda. La tarde se hace
noche, el ánimo impotente, desesperación, sentís hambre, furia por esa
inconcebible e inexplicable desaparición. Se te cierra el estómago a la fuerza.
Con resignada y falsa calma buscás en el lavadero, debajo del lavarropas. En la
cocina, el estómago te cruje. Pero no aparece y no te queda otra que
convencerte de que nunca aparecerá y de que si hay alguien que sabe el lugar
donde están las cosas no sos vos. Tirás la otra infeliz media compañera en el
tacho de la basura mientras contemplás el desorden y escuchás los gritos que
vienen de la puerta de entrada.
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