Yo sé que usted me entenderá. Estaba
ahí, mirándome todo el tiempo. No me dejaba ni un segundo en paz. Pero nunca imaginé de lo que sería capaz y sólo
deseaba que todo termine como cuando sufro las pesadillas. Aunque le confieso
que ni siquiera ahora puedo estar segura de que todo haya terminado.
La vi por
primera vez una mañana mientras regaba mis hortensias en la entrada de casa.
Sentí su mirada fija en mí. Esa mirada que obliga a girar la cabeza. Estaba ahí, a un par de
metros con los ojos inmóviles, apuntándome de una manera siniestra.
Me asusté,
tiré la regadera, corrí hacia la puerta, cerré sin mirar atrás. Apoyé mi
espalda contra la puerta y me dejé caer mientras buscaba las llaves en mis
bolsillos pero no estaban. Por la mirilla las vi apoyadas en el macetero. Maldije mi suerte. Por suerte tenía el pasador que le hice poner a Julio aquella vez que quisieron forzar la cerradura. Algo bueno hizo el sinvergüenza. Encerrada como estaba no tenía más opciones que seguir con las tareas de la casa. Tocaban los
pisos. No sabe con qué facilidad se acumulan suciedad y gérmenes. Pero al poco
tiempo me quedé sin productos. Y usted me entiende, ni loca se me cruzó salir a
comprar mientras persistiera en su posición vigilante.
Me encerré
en la habitación, sentada en la cama, el movimiento de mi cuerpo quería
alcanzar al de mis pensamientos, necesitaba arrancarme de ese momento. En el
colmo de mi desesperación me di cuenta de que ella sólo quería desgastarme y
aprovecharse de mí.
Esa noche la
escuché arrullando, un canto desesperado que imploraba atención. Tengo que
reconocerle que entre sueños me dejé llevar por ese lamento encantador y hasta
dormí en paz, una tregua de madrugada.
Pero a la
mañana siguiente en un descuido mientras limpiaba las ventanas casi entra.
Justo a tiempo cerré y hasta la llegué a lastimar, dio un salto rápido que dejó sus mugrosas
plumas esparcidas en el piso. No puedo borrarme la imagen de esos dedos
arrugados, rojos y las horribles uñas negras apoyadas en el borde de la
ventana. La descarada violación a mi propiedad me envalentonó, fui a la cocina
y busqué el cuchillo de hoja ancha, ese que el desgraciado de Julio olvidó
entre tantas otras cosas. Ya sé, usted me dirá que es el mal de nuestros
tiempos, y que tiene su lado positivo: hoy, si la gente no está feliz con quien
está se separa. Pero yo lo quería y él se fue, huyó como un cobarde sin darme ninguna explicación. Me
dejó sola al frente de la casa. No puedo dejar de sentirlo como una traición.
Pero
volviendo al tema que me trae hoy. Pasaron dos días y no apareció; herida, lo
sé, en su orgullo de omnipotente ave degenerada. Fue solo una estrategia más.
Ni la muerte detiene a los obsesos. Siempre vuelven para asustar a la gente con
sus maquinaciones.
Y fue
entonces, la tarde del tercer día, moría el sol en el silencio de la casa cuando escuché
unos pasos; al principio no supe de dónde venían. Miré hacia la ventana pero
no había nadie. Luego oí otros pasos, todavía más cercanos. Eran pasos lentos,
arrastrados, pesados. Como de anciano. Me acerqué despacio a la puerta de entrada, aferré el cuchillo
como nunca, dispuesta a enfrentarme a lo peor. Por la mirilla vi que sostenía
mis llaves, las balanceaba rápido como una sortija, premio a su persistencia,
sólo veía esos dedos arrugados, y la piel consumida y pálida. Escuché una
vocecita, algo inentendible, como un canto agudo y afónico. Parecía amable pero
entre sus dedos, al alcance de mi mano tenía por fin mi libertad.
Abrí la
puerta, no le di ni un segundo de ventaja. No quiero volver a ese momento pero
tampoco puedo olvidarme. Sólo vi esos ojos brillosos que no parpadeaban y esa
horrible quietud tan suya. Yo lo único que quería era que cerrara esos malditos
ojos inmóviles. Sin mirarla clavé una y otra vez el cuchillo en su pecho hasta
que cayó junto con las llaves. Vine lo más rápido que pude a recuperar la sesión
perdida. Solo espero que al volver alguien haya recogido el cadáver que tuve
que empujar para salir de casa y cerrar con llave.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario