jueves, 16 de junio de 2016

PEQUEÑA FANTASÍA CONYUGAL

John Reginald Christie, asesino serial
El anciano encontró la llave en la pared, atrás de la cocina. La giró. Costumbres viejas, rutinas de otros tiempos, las hornallas las abre el diablo mientras dormimos. Es recomendable evitar un accidente fatal. Al asesino silencioso.
Apoyó la pesada pava encima de la hornalla que rechinó como un cuchillo sobre un plato de vidrio. Apretó los dientes. Abrió una hornalla. Por un segundo pensó en hacerlo, dejarlo correr e irse, o quedarse, tal vez fuera lo mejor para los dos, para todos. Raspó un fósforo que se partió. Quizás era el destino. Sacó, lo más rápido que pudo con esa extrema lentitud irritante de los ancianos, otro que hizo chispa y se prendió en el segundo intento. Una explosión abajo de la pava y olor a pelo chamuscado. Abrió la ventana corrediza de vidrio gris esmerilado. Un viento dormido entró en la casa. Despejó el encierro, los nuevos sueños. El anciano buscó el mate sobre la mesa. Tiró parte de la yerba vieja, medio seca, medio mojada. Puso un poco de yerba nueva y acomodó la bombilla. En la cama, su mujer, Estela, dormía como si no pudiera morirse ese día. Respiraba tranquilamente, apenas abría la boca, un silbido como viento entre los árboles, como el que haría la pava unos segundos después.  La baba le caía por el costado y ampliaba el charco húmedo, oscuro, sobre la almohada. El agua en la pava silbó. El anciano la agarró con un repasador, cerró la hornalla. Se acercó a la cama mientras cebaba el primer mate de la mañana.
La mujer se despertó tosiendo. El sueño anestesia la tarea de la vejez; al final dormir no deja de ser un ensayo de la muerte. El anciano le acercó un mate. Ella lo  rechazó; todavía peleaba con la tos. Se incorporó, atragantada, parecía quedarse sin aire, que ya no podía respirar. El anciano le palmeó la espalda varias veces, con fuerza. Vomitó un líquido verdoso. Le alcanzó agua que tomó haciendo burbujas en el vaso. La mujer volvió a recostarse, al mediodía pasaría el médico. El anciano la dejó sola, salió a comprar. Afuera había sol y no tanto frío. Las veredas iluminadas por el sol. Un chico en bicicleta zigzagueando en la calle. Un hombre cambiando la goma pinchada del auto. El perro negro y blanco de la verdulería destrozando una bolsa de basura. En un puesto de diarios «un rayo mató a una adolescente en Villa Gesell». Volvió dos horas después, una bolsa con dos pedazos de carne, dentro de otra con dos tomates, una bolsita con tres cajas de remedios y otra con caramelos de miel. Llegó el médico, revisó a la mujer, no la encontró distinta, ni mejor ni peor. Había que esperar, que pasaran los días. El anciano preparó la comida, le acercó el plato a la mujer que apenas lo probó. Aunque se sentía mejor, con más ánimo. Le dio un caramelo, comió uno él. Lavó los platos. Puso agua a calentar llamó al hijo, que se había complicado y al final no iba a pasar. Preparó unos mates, se sintió cansado, le dolían las rodillas. Se acercó a la cama, se recostó, luchó contra sus ojos hasta quedarse dormido.
Encontraba la llave en la pared, atrás de la cocina. La giraba. Abría una hornalla, y después otra, y otra, y otra. El sonido del gas como la goma de una bicicleta desinflándose. Cerraba la ventana corrediza de vidrio gris esmerilado. El sonido del gas interrumpido por los pasos que hacían eco en el silencio de una casa sin muebles. Iba a la cama, la mujer dormía pálida y gris el sueño de los convalecientes, arrugada como las sábanas blancas. Veía los pliegues de piel manchada en la cara que se deformaba. Un mechón de pelo gris pegado en la frente. Entonces caminaba hacia la puerta. La llave en el bolsillo del pantalón junto a un caramelo medio derretido. Ahora, frente a la puerta, sacaba la llave que se le resbalaba entre los dedos y caía. Y se llevaba uno a uno los dedos a la boca, limpiándose el pegote. Ahora tenía que agacharse, recuperar la llave. Lentamente, con movimientos como diapositivas, se iba agachando, apoyando una rodilla en el piso. Descansaba un momento, el dolor le decía que estaba ahí, que no estaba soñando. En el piso, estiraba la mano, acariciaba la llave que al hacer contacto con sus dedos recibía una descarga eléctrica que la alejaba, de un salto, todavía más. Entonces apoyaba la otra rodilla y estaba por gatear cuando de golpe sintió el pinchazo. El nervio ciático. Se quedó duro, un segundo eterno, vencido, ahora, despierto.

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