viernes, 12 de febrero de 2016

UN KIOSQUERO CON FANTASÍAS SUICIDAS III

Cima del Cerro Uritorco
Mientras escribo y pienso que ayer pude hacerlo, tiemblo sin querer. Mi cuerpo tiembla y no lo puedo controlar y ahora tiemblo más cuanto más pienso. Un juego de palabras, quizá ni yo entienda mañana si vuelvo a leer. El trabajo es la muerte, automático, el lugar de cada cosa, una frase, y el «qué más». Y nunca falta una vieja que me devuelve al mundo con su anillo a punto de romper el vidrio. Y pensé: nacer es el regalo más egoísta que pueden hacernos. De ahí cualquier regalo tiene esa marca.
Ayer saqué ese tema con Laura a propósito. Le dije que para mí nacer era el regalo más egoísta que, obviamente nadie más que nuestros padres, podían hacernos. Cuando estoy aburrido me gusta decirle algo así para ver cómo reacciona. A nadie puede preguntársele si desea nacer. Ella me dijo que egoísta era cuando lo hacés para llenar un vacío, para no terminar solo de viejo o para mejorar la pareja cuando todo va mal. Yo le decía que un regalo tendría que estar de acuerdo al deseo del otro y de alguien por nacer es imposible saber algo así. Al final terminamos hablando de si sería lo mejor tener o no tener hijos. Quizás nos pasamos el tiempo pensando si queremos o no queremos y al final podría resultar que no podemos. Lo único que sé es que cuanto más lo pienso menos quiero tener hijos. Esa es la ventaja del hombre, que tiene más tiempo para pensar pero tampoco demasiado salvo que quiera convertirse en un papabuelo. Pero también tener más tiempo para pensar complica el panorama. Es como la libertad. Ella dice que no quiere tener porque para bien o para mal te cambia la vida. También me dijo que tener un hijo es una decisión y yo pensé en ese momento que era como querer seguir viviendo, dejar que un pedazo tuyo viva más que vos, algo que viva en otra persona aunque estés muerto. Pero si estás muerto qué importancia podría tener eso para el muerto. Ni aun en ese estado quizás podríamos no enterarnos de que nos hagan el último regalo de acuerdo a nuestro deseo: cremarnos y esparcir nuestras cenizas en el cerro Uritorco* para que o las abduzcan los extraterrestres o nos unamos a nuestros antepasados; o enterrarnos en una tumba junto a nuestra familia hasta la eternidad, el día del juicio final; o dejarnos ahí tirados, inservibles, pudriéndonos como carroña hasta que los buitres nos pelen los huesos que terminarán cubiertos de polvo y arena. 

* Cerro Uritorco: "Cerro de los Loros" en quichua. Ya que estuvo plagado de los mismos hasta que fueron durante el S.XX sistemáticamente exterminados por considerarlos dañinos para las cosechas. Ubicado al norte del Valle de Punilla, cerca de Capilla del Monte, Córdoba. Conocido por prácticas esotéricas y avistaje de OVNIs. No tanto por ser una montaña sagrada para los antiguos pueblos  y por un supuesto hecho ocurrido en el S.XVI durante la conquista: un conjunto de nativos asediados por tropas reales y en represalia por la muerte del capitán Blas Rosales (realizando un censo para conocer la cantidad de nativos que existía en la época) se refugiaron en el cerro y para no dejarse tomar prisioneros se habrían arrojado suicidándose desde la ventosa cumbre para no caer en la esclavitud, en la zona de las grutas de Ongamira.
Otro relato da cuenta que un joven indio llamado Uritorco se enamoró de la bella hija de un hechicero, quien se convirtió en un maligno perseguidor de los enamorados, maldiciendo y obstaculizando su amor. Ellos huyeron acosados por el negro demonio de la muerte, hasta que fueron alcanzados por el Uturunco  y se transformaron ambos; él, en el majestuoso e imponente cerro, y ella en las claras aguas del río Calabalumba.
Fuente: Wikipedia.

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