miércoles, 25 de mayo de 2016

LAS BALDOSAS FLOJAS

Llévame río abajo
a prados siempre verdes y fragantes
donde doncellas de vendados ojos
alaban la tenue luz de la aurora
Sam J. Lundwall




Sigifredo caminaba al trabajo una tranquila mañana veraniega. Miraba al cielo limpio, ni una nube se aproximaba. Miraba al piso y torció la cabeza para leer un volante pisoteado en la vereda que parecía un gran chaski boom usado. Puso un pie en la calle, un auto cruzó, el semáforo en rojo, y no pisó a nadie porque el día prometía sol y calor. La ciudad se levantaba y había muy poca gente.
Sigifredo tenía un mapa mental de la vereda de la última cuadra, la más peligrosa, y sus posibles baldosas flojas que respetaba con mucho cuidado los días de lluvia. No había cosa peor que el chasquido del agua aprisionada en la baldosa y el chorro saliendo a presión y entrando entre el zapato, la media y el pantalón. Aun así se divertía esos días, siempre que no fuera él quien pisara una baldosa floja. La gente saltando como si cruzara un río de montaña a través de una hilera de piedras inestables que apenas se ve en la superficie; otros en el apuro equivocando la baldosa, y ahí podía escuchar la puteada de uno y la risa de otro escondida detrás de un paraguas.  
Su andar parsimonioso acompañaba al clima agradable. El cielo estaba de un tono azul violáceo y naranja, en ese punto justo en el que el día destierra a la noche. Había algunas luces encendidas y una paloma manchada picoteaba un punto blanco en el asfalto. Contemplaba ese espectáculo de la confortable rutina hasta que en la última cuadra, donde se encontraba el edificio, pisó una baldosa floja. Al lado había otra y al lado otra y otra. La vereda se abrió bajo sus pies, las rodillas se le vencieron por el inesperado vacío al que cayó. Dos metros y medio bajo tierra. Levantó la cara, vio un destello de luz en las alturas que se apagó a los pocos segundos. Las rodillas en el suelo, apenas sintió su mano sumergida en el agua tocó el fondo verdinoso. Se puso de pie. La oscuridad subterránea, y el olor frío a agua turbia y estancada. El aire pesado y el sonido del eco de gotas cayendo, pluc, pluc, pluc. Dio un par de pasos, sentía el agua por encima de los tobillos. Caminó levantando los pies como si evitara mojarse más de lo que estaba. Escuchaba un pitido agudo, lejano, intermitente que crecía y se diluía hasta apagarse. No sabía si era por la fuerza de la costumbre que dejó de escucharlo. Porque la oscuridad también se había hecho más visible. Le dolían las rodillas. Sentía el aire rancio que a veces trae por la tarde el viento de los descampados de basurales. Los sonidos magnificados por el eco de lo que parecía un túnel sin salida. Los contornos se volvieron más precisos. Tocó una pared, era barro y verdín: húmeda, resbalosa. Nuevos sonidos se acercaban, el zumbido de una mosca que al rato se multiplicó y convirtió en un enjambre de abejas africanas. El nivel del agua creció. Se dio cuenta tarde de que lo único que podía hacer era correr en la dirección contraria al sonido. El agua subió, sobrepasó su cintura, perdió el equilibrio, la cabeza golpeaba contra el piso y las paredes. Los golpes amortiguados por el verdín. Resignado, se dejó llevar, cerró los ojos y pensó que ese era el fin: morir ahogado en el agua turbia cloacal, impregnado de toda la porquería ajena. Súbitamente imaginó que era arrastrado por una ola en el mar que tarde o temprano lo devolvería a la superficie. No quería regalarle al último instante de vida el vacío y la desolación. Con una sonrisa recordó la primera vez en que había sido sepultado por el mar y esa angustiosa incertidumbre de no saber si en algún momento saldría a flote. Envuelto en ese último recuerdo solo esperaba que milagrosamente la fuerza del agua calmara, ya no podía respirar. Pero como en un tobogán de agua caía más y más profundo. A una profundidad que no podía medir. Pensó que tal vez estuviera cayendo por unas cataratas. Esperaba el último impacto con la superficie acuosa pero no había fondo en ese abismo oscuro. Y por fin notó una claridad lejana. Un punto blanco en la distancia. Unos segundos después la luz muy blanca se abrió encegueciéndolo mientras volaba como suspendido en el aire, casi flotando. Y de nuevo volvió a caer hacia abajo hasta dar con una superficie pegajosa. Como la miel cuando está fría, sólida. Era una masa uniforme donde había otros cuerpos atrapados, algunos todavía se movían, otros, sin vida, aplastados. El mismo movimiento de la masa gelatinosa daba vida a los cuerpos. Trató de moverse pero era una mosca en la telaraña. Cuanto más intentaba deshacerse del pegote más se complicaba. Podía avanzar lentamente, peleando a cada paso, entre los cuerpos, teniendo que descansar después de ese esfuerzo, pero quedaba exhausto. Cada tanto se cruzaba con otro igual que él, en la misma pelea, pero parecía hablar otro idioma, no entendía nada de lo que decía. Como si tuviera empastada la boca, como si los sonidos salieran en cámara lenta. Empezó a sentir calambres. Otros cuerpos parecían vivos, pero al acercarse notaba que solo eran reflejos post-mortem. Le vino la imagen de un pescado en el cemento caliente de un muelle, que por ese mismo reflejo cae de nuevo al mar y se aleja flotando en la superficie. Gastó muchas puteadas cuando recibía patadas o manotazos al querer pasar por sobre otros cuerpos. Todos, los vivos, parecían ir en una sola dirección. A lo lejos, más allá de toda esa masa informe de cuerpos se veía algo diferente. Los que todavía resistían estaban hipnotizados por llegar allá. A medida de que se aproximaban el deseo de llegar hacía más torpe los movimientos y muchos quedaban atrapados en esa baba mielosa y eran cazados. Millones de hombres, mujeres, niños y ancianos. De la negra región, arriba, de vez en cuando surgían garras más grandes que cabezas humanas, de gigantes aves negras que teniendo que tirar con fuerza terminaban atrapando a su presa. Siempre era una viva, carne más fresca, preferencias de cazador. No sabía cómo pero distinguían entre los que sólo tenían reflejos de los que todavía vivían. Podía escuchar llantos, lamentos, gritos ahogados entre los cuerpos que se aplastaban. A lo lejos podía ver el fin. Por lo menos los vivos parecían ir hacia allá. Después de eso qué vendría, no lo sabía, pero cualquier cosa podría ser mejor que morir aplastado o desgarrado. Poco a poco, entre descansos prolongados finalmente alcanzó ese cielo, logró despegarse de la masa, aglomeración infinita de gente. Cayó, flotó en el aire liviano, sin peso, el cuerpo parecía ya no existir, lo veía, como un holograma opaco, una ilusión que perdía su forma. Perdió de vista a los demás. Desde un aire espacial, debajo del fondo de la gran masa humana, el mundo se hizo más chico, incalculable, atravesó la atmósfera, caía suspendido sin tiempo en la oscuridad. Su cuerpo era un líquido que se diluía, que se escurría y evaporaba. Pero no perdió nunca la consciencia. Una conciencia de la vida que nunca volvería a tener. Una consciencia que ya no era de cuerpo.

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