martes, 20 de septiembre de 2016

OJOS DE BOXEADOR

La repetición constante de tareas construye un mundo perfectamente aburrido. No está escrita, en el paso hacia la adultez y el espeso círculo vicioso del trabajo, la perdición de la vida infantil. Pero sucede. Es necesario ponernos en la piel de otro que fuimos, con permiso de evadir responsabilidades y así ganar la batalla contra la rutina y rendir homenaje al chico encerrado que empuja. No solo por el infante. Aclara al adulto divagar, pensar en cualquier cosa menos en lo que está adelante de sus ojos. Solía caer en ese estado vislumbrando ideas maravillosas que olvidaba muy fácilmente, como al intentar recordar al mediodía el sueño que se tuvo a la mañana.
Aquel día nada hacía presagiar que algo distinto pudiera pasar. Un auténtico día de primavera. Podía imaginarlo hasta todavía mejor de lo que era mientras preparaba los mismos platos de ayer en el idéntico paisaje de siempre entre ollas y sartenes. La cocina industrial, el sonido de quemadores de fundición y el aroma inconfundible que a cualquier transeúnte ocasional podría atraer, a mí me asqueaba. Tanto me asqueaba, que salía de ahí después de horas como alguien que intenta tomar la mayor cantidad de aire en una primera inspiración por boca tras estar sumergido en el agua lo más que pudo aguantar. 
En un descanso, por la tarde, salí a tomar un poco de ese aire en un jardín que había al fondo. Prendí un cigarrillo. Podía distinguir el humo denso del cigarrillo reflejado por el sol. Pensé que, si algún día dejaba de fumar, ese momento sería del que más me costaría desprenderme.
Caminé tranquilo como un filósofo en los jardines de la Academia de Platón. Vi un árbol al que no le había prestado atención antes. Grande, lleno de paltas.  Pero que estaba del otro lado de la medianera. Miré la pared, de unos ladrillos irregulares, que podrían servir como escalones. Trepé con un ligero miedo a ser descubierto in fraganti. La improvisada escalera moría a mitad de camino. Apoyé mi codo izquierdo sobre el borde de la medianera, mis pies quedaron en el aire. Estiré la mano libre y agarré una palta como se agarra un fruto prohibido, mirando a los costados. Tiré pero no se desprendía. Todavía estaba un poco verde. La giraba a uno y otro lado pero sin apoyo era complicado darle más de una vuelta a menos que acompañara el movimiento con todo mi cuerpo, algo bastante improbable en esa situación. Con los pies en el aire, mi codo izquierdo empezaba a flaquear. Estaba a punto de dejarme caer  y con mi propio peso desprender la palta cuando escuché del otro lado un ruido de hojas. Por el rabillo del ojo vi a un chico que no tendría más de diez años apuntándome con los ojos, seriamente. No podía levantar mis manos como un delincuente, aceptando la derrota para evitar el tiro. Instintivamente, casi lo hago.
—Sul von ta kiu palala torenvul—gritó el chico como un chino enojado. Interpreté algo así como: “Alejate ya de acá o la piedra que tengo en esta gomera va directo a tu ojo”.
—Sí, como no...—dije. Pero no llegué a soltarme antes de tiempo.
—Vel in chi-chi, vel in chi-chi—escuché. Supongo que sería algo así como: “Le di mamá, le di mamá”.
Tuve mucha peor suerte al caer. A pesar de que tenía la palta en la mano pisé un rastrillo de jardinería que estaba apoyado sobre la pared y el extremo opuesto del rastrillo fue a dar justo en un ojo (en el otro ojo, no en el que había recibido la piedra). Me tiré al piso, apretándome los ojos con las manos. Como un boxeador que bordea el knock out y no vio nunca de dónde venían esas manos que lo dejaron besando la cuadrícula lona. Podía sentir ese pitido agudo que le zumbaría en los oídos, pero no entendía, a mí no me habían pegado en el oído.
Me arrastré con los ojos cerrados, no quería abrirlos, por miedo de no ver. De que el extremo del rastrillo me hubiera sacado parte vital del ojo como una cuchara y de que la piedra me hubiera hundido el otro deformándolo. Arrodillado palpaba el piso, sentía gotas de sangre cayendo. Toqué algo redondo, no era del todo redondo, más bien ovalado, como una pera, pero no tan deformada, ni tan blanda y sin ningún cabito en la punta, era más bien algo duro, rugoso y por un costado sentía una humedad, un líquido pero no estaba seguro si se trataba de la sangre de mis propias manos o algo que salía de la pera dura, de la palta que me había hecho caer en la tentación, la insolente arpía, víbora desalmada y que encima ahora estaba, probablemente, rota y antes tan verde que no quería caerse, entregarse a mi mano.
Derrotado, completamente vencido, resignado, esperé la llegada de alguien. No podía ser que nadie se hubiera dado cuenta de todo lo que me había pasado. De que nadie tuviera la delicadeza de acercarse, de ver dónde estaba, cómo estaba. Pero después pensé también que, por ahí, fueron apenas un par de minutos, que no hubo mucho lío, porque fueron armas (blancas) silenciosas y un pitido que sólo yo escuché. Llegó alguien y fui llevado a un hospital. Había abierto los ojos, estaban y podía ver, de ambos. Una médica me trató con suma delicadeza y me dio apenas unos puntos en los párpados de mis ojos de boxeador.

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