martes, 15 de noviembre de 2016

EL VESTIBULO DEL LABERINTO

Dicen que todos tenemos un doble en alguna parte pero no es así como funciona el mundo. En realidad, somos ensayos imperfectibles. Copias condenadas a repetirse. En un proceso gigantesco semejante al de la clonación. Millones de voces en el aire, que se multiplican y confunden. Figuras esparcidas en el teatro del universo con un propósito ignorado. Tal vez si durmiera otros diez años más podría averiguarlo. Pero cómo contarlo.
Hay una mente divina en cada ser vivo. Por cada idea perfecta que se originó en aquellas mentes una chispa surgió y algo cobró vida. Pero nada más allá de eso es real. Todo lo demás es quimera. Un silencioso vacío lleno de ruido. El flujo vital es un accesorio. Para confundir y mantener viva la ilusión de realidad. De que somos artífices de nuestro destino. Pero ahora entiendo. Nos inventamos robots porque buscamos respuestas. Nuestro origen se ajusta a ese patrón. Al intento de copiar la idea artística de la cual partimos. Pero el padre equivoca el camino. Aunque, incluso, a veces, la ilusión sea tan real que hasta pareciera que las mentes supremas se asustaran maravilladas y perdieran su intangibilidad por un instante. Durante el profundo y silencioso retiro de mi vida pude acariciar la mente divina. Todos sabían que durante mi enfermedad estaba en alguna parte pero nadie dónde. Y ese es el problema. Quién puede escuchar lo que digo.
Sufrí un accidente. No me dieron detalles y los recuerdos, la mayoría, se me borraron. Mi vida durante un tiempo fue un espiral interminable de conjeturas vacuas. Ahora apenas retengo en la memoria el sonido de un teléfono que nunca llego a atender. Una vaga sensación que tampoco puedo determinar si es recuerdo o invento de una mente que juega conmigo. Una imagen sonora: un grito de mujer cuando estaba, supongo, semi inconsciente, tirado. La última estrofa de una canción de Pink Floyd que siempre me aburrió y dice algo como que todo está ahora se ha ido todo viene todo bajo el sol está bien pero es eclipsado por la luna.
Me caí de una escalera y cuando desperté habían pasado 11 años, 3 meses y 22 días. En el largo sueño del coma profundo, voces. Todo el tiempo. Voces de mi mundo interior y del exterior confundiéndose hasta la desesperación. Mientras buscaba entender podía escuchar todo: el andar arrastrado de un médico, la respiración agitada de una enfermera, como un despertador de cada mañana. Un llanto que se apaga en la distancia. Hasta que al final aparecieron las voces, distintas. Un sonido agudo inaudible, intermitente. Al principio un ruido molesto entre tantos que podía escuchar en las tortuosas noches hospitalarias. Ruidos de la calle confundiéndose con las máquinas a las que estuve conectado.    
Ahora en una silla de ruedas, abandonado como una planta que cada tanto alguien, nunca la misma persona, se acuerda de regar y habla con la voz ausente y aleccionadora con que se habla a un ser sin vida. Un yuyo en un descampado, insensible al estímulo, al dolor, al viento, al calor del sol, al golpe del agua, a cualquier sentimiento y sentido, condenado al mutismo, tengo solo para mí mismo la idea del universo, la clara y luminosa mente divina que me arrulla incesante, me habla y me dice todo el tiempo que la muerte es la vida, la misma negra cara que ilumina los días de toda forma en el universo. No hay un fin sino una continua repetición de lo mismo en la eternidad más oscura.
Sé que hay algo más allá de la muerte. Una conciencia encapsulada en la esfericidad de su propia mente. Impotente, incapaz de volverse al mundo. Que no ve nada, no siente nada, que no puede tocar nada. Inmune al dolor, ajena al miedo y desesperadamente sola. Busca, vaga por el universo, rastrea voces de seres que nunca la escuchan. Voces de gente, sonidos, llamados que no puede responder. En un más allá imposible, un fantasma que no asusta nada, un ángel que no se aparece a nadie.

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